lunes, 18 de octubre de 2010

MOURINHO

Probablement hui no siga el millor dia per a escriure este post, perquè el Reial Madrid guanyà el seu partit contra el Màlaga de forma clara i contundent. Però ja feia algunes setmanes que volia parlar de Mourinho i aprofitant dos articles de la premsa d’este cap de setmana, he decidit aboradar el tema.

No negaré la evidència de que Mourinho és un tècnic competitiu que fa que els seus equips lluiten fins al minut 90 de cada partit. Els resultats l’avalen. Però una cosa són els resultats i altra la forma en que s’aconsegueixen. Sí ja ho sé, mentre vaja guanyant imagine que a molts aficionats madridistes els importarà poc si l’equip juga be o juga mal.

Però és que la cosa no es queda tan sòls en l’estil de l’equip. El que me molesta més encara és l’estil del portugués fora del terreny de joc. Tan sòls hi ha que vore’l a les rodes de premsa per a agafar-li animadversió. Mourinho es dedica a parlar mal, a fer-se l’interessant, a voler saber més que ningú, a contestar mal als periodistes –que en molts casos no dic jo que no s’ho mereixquen-. Pareix que per a ser bo a la seua feina, s’ha de ser un xulo, prepotent i estùpid.

I el pitjor de tot, és que aquest carácter és el que transmet a l’equip i açò és el que es reflexa en el joc. En fi, que com ja he dit al principi, tal vegada tot açò no tinga molt de sentit hui dilluns després de la golejada de dissabte, però no vindria mal que mirara a la banqueta del seu màxim rival. Guardiola és tot el contrari, no dic jo que siga una bona persona i tal, no parle d’això, i tampoc m’importa si ha matat a algú o és més bo que un tros de pa. Del que parle jo és de la complicitat que demostra amb els jugadors, del respecte que demostra davant la premsa, de la seua forma d’actuar en general, que al final es transmet al camp. Parle d’actitud, no sé qui serà millor entrenador, Pep o Mourinho, però el que està clar és que no s’és millor per fer-se l’interessant i per polemitzar continuament.

Ací deixe uns articles de dos madridistes confessos.

El triste que lo contamina todo

El librero Antonio Méndez me lo venía reclamando desde hacía ya semanas, lo mismo que su joven hijo Borja. Les contesté: “Hombre, aún es pronto, acaba de iniciarse la temporada”. Mis compañeros de la Academia José Manuel Sánchez Ron y Luis Mateo Díez, caballeros ponderados, se dividieron: el segundo me recomendó paciencia; el primero, tras dudar, se decidió a animarme: “Sí, quizá ya es hora”. La verdad es que abrigaba la esperanza de llegar por lo menos hasta la mitad de la Liga sin tener que escribir este artículo. Incluso deseaba –contra todo pronóstico– no escribirlo en absoluto, pese a que anuncié aquí mismo hace unos meses, cuando todavía no se había materializado la amenaza, que, si se consumaba, me costaría seguir siendo del Real Madrid este curso, tras mi fidelidad desde los siete años. La razón de mis dudas tenía nombre: José Mourinho, el prototipo de entrenador que no soporto y el más antimadridista de todos los imaginables. En las últimas campañas he ido contra sus equipos, y para ello he debido violentarme un poco en un caso, nada en el otro. El Chelsea era, de toda la vida, mi club inglés favorito, por mis afinidades con el barrio de Londres al que representa. Al comprarlo el magnate ruso Abrámovich y convertirlo en una empresa que destacaba sólo a golpe de talonario, mis simpatías empezaron a decaer, pero se las mantenía. Cuando adquirió como “cerebro” a Mourinho, y en consecuencia desplegó un juego feo, rácano y soporífero, se me agotó la reserva. Al Inter de Milán, en cambio, le profesaba antipatía desde que, en 1964, fue el causante indirecto de la salida del Real Madrid de Di Stéfano. Hoy en día, además, no me gusta que no alinee a un solo jugador italiano en sus filas. Siempre he creído que los equipos deben ser un poco de sus ciudades, o por lo menos de sus países.

Pero claro, la violencia a que hube de someterme para no ir con el Chelsea no es nada comparada con la que tendría que hacerme para ir contra el Madrid: un imposible y un absurdo. Y sin embargo ha bastado un mes de competición (seis partidos de Liga y dos de Copa de Europa) para saturarme, y creo reflejar el sentimiento de muchísimos merengues. Salvo contra el depauperado Dépor, el juego ha sido espantoso. Insustancial, vulgar, torpón, aburrido, sin apenas marcarse goles y con el único mérito (propio de las escuadras medrosas y conservadoras) de no recibirlos. El defensa Carvalho, mano derecha de Mourinho, ha dicho bien clara la tontería: “Es más importante no sufrir ningún gol que meter cuatro”. Ni siquiera saben de números: un equipo que empatara a cero sus treinta y ocho partidos de Liga quedaría imbatido, sí, pero descendería a Segunda, con tan sólo treinta y ocho puntos. Mourinho vino con la fama de que motivaba mucho a los jugadores, los liberaba de presión y daba la cara por ellos. De que les era enormemente leal, cargaba con las responsabilidades y jamás los culpaba. Hasta la fecha ha sido todo lo contrario: tras varios encuentros, manifestó que a Xabi Alonso “no lo he visto jugar todavía”; criticó por omisión a Ramos; confió en la “inteligencia” de Benzema, una manera de insinuar que aún no se la había notado; menospreció a Pedro León y de paso al Getafe. Dudó de la honradez del Sporting de Gijón y rebajó los merecimientos del Barça. Cuando las cosas van mal, se comporta como si no fueran con él. Su actitud es de permanente desprecio hacia cuanto ve u oye. Como se sabe espiado por las cámaras, actúa como un mal actor incesantemente: cuando estampa una botella contra el banquillo, se ve que el gesto no le ha salido de dentro, sino que es una pantomima estudiada, quién sabe si ensayada en casa ante el espejo.

Pero, sobre todo, es triste, casi cenizo. Estamos acostumbrados a que los tremendos horteras de nuestras televisiones califiquen de “glamuroso” a cualquier individuo o individua pedestres y más bien dignos de lástima. Aparte de espúreo y erróneo, es un adjetivo devaluado. Que se pueda considerar “glamuroso” a Mourinho rebasa los límites de mi comprensión. Un hombre con un sempiterno gesto agrio y un injustificado desdén en la mirada; de una personalidad tan gris como sus feos trajes (en España se cree, extrañamente, que mostrarse avinagrado equivale a poseer una “personalidad fuerte”); que ansía la notoriedad y se complace en ella como si fuera un acomplejado o el jurado malasombra de todo concurso televisivo. Todo eso hace de él una figura deprimente y triste y poco inteligente, y lo peor es que esos atributos se los contagia a los jugadores. El Madrid ha sido siempre un equipo alegre: atacante, generoso y al que nunca le ha bastado ganar (a Beenhakker, Capello y Schuster no les bastó para conservar el puesto), sino que ha procurado brindar un fútbol deslumbrante y divertido. Sus representantes han solido ser personas más bien afables y educadas (Molowny, Valdano, Del Bosque), y los patanes nunca fueron en él bien recibidos. Es inexplicable que Florentino Pérez haya creído que un engreído sombrío como Mourinho, ninguno de cuyos equipos ha causado admiración, podía ser el rostro de su club, que es el mío. Da pena ver a Valdano hablar tras cada tedioso partido, con cara de circunstancias y verbo dubitativo, como si tuviera plena conciencia del gravísimo error cometido. Antes de su contratación, un 80% de madridistas expresaron su oposición a Mourinho. De seis partidos, el equipo lleva ya dos sin marcar, y ante rivales muy menores. Y en Chamartín casi no ha habido tarde en la que no se oyeran abucheos. La tristeza de Mourinho lo contamina todo, hasta las gradas.

Javier Marías

Chulazo

Alguien muy lúcido estaba convencido de que Billy Wilder tenía cuchillas de afeitar en el cerebro y que la transmisora de esa cualidad o defecto era su lengua. Afirmaba que eso lo definía. No hablaba de su piedad, de su subterráneo lirismo, de su sabio conocimiento del anverso y el reverso de los seres humanos, de su certidumbre de que el amor puede lograr que las ratas actúen como héroes. A ese ser tan venenoso le fue muy bien en su arte y en su vida (entre comillas, ya que gasearon a su madre en un campo de concentración), el injustamente descrito como un cínico y creador de tantos perdedores fue un triunfador absoluto.

Nada de lo que ha conseguido Mourinho merecerá el amor de alguien que conciba el fútbol como un arte, o como uno de los más incuestionables espectáculos del mundo. El enorme mérito de que un juego rocoso y tan vulgar como el del Oporto, el poderío físico y mental de ese Chelsea hecho a la medida del todopoderoso gánster ruso, o ese Inter mezquino y pragmático que logra vencer a los buenos sin tirar una sola vez a puerta durante el definitivo combate, hayan logrado el poder, no significa que se hayan acercado a la gloria.

Tiene un reto muy jodido el guaperas desdeñoso en el Bernabéu. Existe no solo hambre de títulos, sino de que estén acompañados de belleza y de orgullo. Y puedes reconocer a un villano de primera fila, a un esgrimista mental, a alguien tan afilado y tan perverso, cuando responde a la agresiva pregunta de un periodista cuando visita en plan imperial el feudo en el que su camino iniciático se reducía al papel de traductor del entrenador, de chico avispado para funciones mínimas con un demoledor (la cita no es exacta): "Yo era traductor en este equipo, pero resulta que vuelvo después de muchos años habiéndolo ganado todo y me encuentro con que usted sigue preguntándome lo mismo sin que se haya alterado su puesto de trabajo". Qué mal enemigo el portugués errante, cuánta capacidad para humillar al bocazas débil.

El arrogante mercenario y muy profesional Mourinho ha negado tres despreciativas veces que sus gladiadores pierdan el tiempo recibiendo honores principescos. ¿Sabe lo que significa el palco del Bernabéu, la cantidad de negocios que puede legitimar la sagrada presencia de los Reyes? Se lo traducirá un ser superior, el constructor Florentino.

Carlos Boyero

Desde el lupanar de rica miel.