miércoles, 4 de noviembre de 2009

FRANCISCO AYALA

Ahir ens va deixar als 103 anys l’escriptor Francisco Ayala. Home lúcid com pocs, ens ha deixat una obra extensa, membre de la Real Academia de la Lengua, traductor, articulista, també ens ha deixat grans contes, defensor de la llibertat i la democracia. Estes i moltes altres són raons per admirar a l’escriptor granadí. Ayala comentava que el secret de la seua longevitat eera la mel –que en prenia tots els dies- i el whisky. En aquest blog ja li rendirme un xicotet homenatge pel seu 103 aniversari http://ibnfayum.blogspot.com/search/label/whisky, però millor deixarem que parlen d’ell aquells que el conegueren i pasaren moments amb ell.



Paco

Nos habíamos conocido en Nashville, Tennesse, al hilo de unas conferencias sobre la Transición en nuestro país poco antes de que Tejero y sus conmilitones descargaran la zarpa sobre el Congreso de los Diputados. Entonces hablamos, entre canapés y bebidas de cola, del amargo destino que amenazaba a España a cada vuelta del camino. Nos hicimos amigos porque lo habíamos sido antes sin conocernos, ya que habitábamos desde antaño los mismos sueños y desdichas que mantenían la historia de nuestro país en la permanente zozobra en que nos habíamos acostumbrado a vivir. Yo le respetaba hasta la veneración, pero en seguida me sorprendí a mí mismo, frente a quienes reverencial o educadamente le llamaban don Francisco, tratándole de tú, con una camaradería que ni la edad ni nuestras respectivas biografías debían permitirme, pero que él agradeció enseguida. Mantuvimos la amistad hasta el final enriquecida por las sesiones académicas en las que nos sentábamos codo a codo y a las que no faltaba ni un solo jueves. En los descansos, se posaba en medio de la sala erguido como un palo, presumiendo de no usar el bastón a sus cien años, y departíamos sobre lo humano y lo divino, aturdidos quienes le oíamos por su sabiduría precisa, bienhumorada e incombustible. “Llevo vivo más de la cuenta”, comentaba sarcástico cuando le interrogábamos por su salud, y a veces le fallaba el oído, o la vista, antes de que le operaran de cataratas casi centenario ya, pero nunca la cabeza (en la que los médicos se habían visto obligados a hurgar para deshacer un coágulo), ni mucho menos las piernas, hasta bien entrado ya el tiempo de su adiós.

Creador de una obra inmensa en la narrativa, en el ensayo, en el periodismo, Francisco Ayala era el último intelectual que podía presumir de haber sido a la par testigo y autor de la vida de España durante todo el siglo XX. Su aportación a la cultura hispana en todos los ámbitos, desde la docencia a la creación literaria, pasando por el análisis político, la crítica social y la investigación literaria o histórica, difícilmente admite parangón alguno. Irreductible en sus convicciones morales, inmarcesible en sus afectos, desmesurado en la calidad y cantidad de sus obras, vivió el exilio y el retorno con la dignidad de los maestros y la humildad de los buenos ciudadanos. En esta hora tan triste para cuantos aman nuestra cultura y saben de la magnitud de su pérdida, quienes tanto le hemos debido y admirado sólo podemos añadir que, sobre todo, le queríamos, le queríamos mucho. Y añoraremos esos ojos burlones, esa media sonrisa sobre las corbatas a la última que a menudo le regalaba Carolyn, haciéndonos un guiño cómplice, entre admonitorio y divertido, al tiempo que decía: “Yo en realidad tendría que estar muerto”.

Pero los elegidos como él nunca perecen, su rastro es perdurable y fecundo. Su ejemplo, irrepetible.

Juan Luis Cebrián.


Ayala, los jueves

Era previsible, pero nos resistíamos a creerlo porque, aunque él desde que cumplió los cien años aseguraba que vivía de prestado, nosotros lo encontrábamos igual de lúcido y animoso. Hace pocos días, cuando nuestro compañero Pedro García Barreno fue a atenderlo, le dijo: “Arrégleme usted para que pueda volver a la Academia; es lo único que me apetece”. En el Anuario figura con 1.441 asistencias.

Hasta hace pocos años, todos los jueves venía caminando desde su casa de Marqués de Cubas hasta nuestra Casa de Felipe IV. En cierta ocasión, le pregunté cómo se había arreglado para llegar firme y vigoroso a tan alta edad. “Nunca hice deporte –me contestó- y el whisky lo venden en las farmacias”. Cuando ingresó en la Academia, en el recreo anterior a las sesiones plenarias se tomaban pastas que, según se decía, Dámaso Alonso compraba en Ribadeo, en aquellas cajas cúbicas de hojalata. Y con ellas, vino dulce. Ayala reclamó whisky y cambiaron las cosas.

Hace algún tiempo, en una de las comisiones académicas de los jueves, revisábamos la definición del término generación. “Ahora dicen por los años que acabo de cumplir”, apuntó Ayala, “que yo soy de la generación del 98”. Nos reímos, presagiando que él se saldría, como en efecto se salió, de los esquemas generacionales; pero, de inmediato, Ayala comenzó a hablar desde su propia “generación”, la del 27, cuyo último superviviente era.

“Éramos jóvenes y nos oponíamos a todo lo anterior, queríamos hacer tabla rasa de todo, con el propósito de construir –en dos patadas, digamos- un mundo nuevo, dinámico y brillante”. Purificar la palabra fue lo que entonces permitió, primero, oponerse a todo lo gastado, a la miseria intelectual de España, y más tarde, hacer vibrar esa palabra en el tiempo histórico y sus apremios. Pero llegó la Guerra Civil y todo se desmoronó. Ya en el exilio, en 1939, escribió Ayala su Diálogo de muertos. Elegía española. Allí alumbraba la lucidez intelectual y el temple moral que iban a forjar la figura de quien en las letras españolas estaba llamado a convertirse en referente de toda convivencia y de concordia.

Nos engañaríamos si pensáramos que la ciudad de la concordia es un lugar exento de tensiones. No. la ciudad de la concordia es la ciudad de las palabras de la que hablaba Platón, en la que los unos necesitamos a los otros. La palabra concordadora de Ayala agavilla todas las perspectivas de palabras diversas, la que se refleja en la estructura compositiva, tan abierta, de sus obras, y manifestaba a cada paso en sus intervenciones académicas.

En los últimos años, en repetidas ocasiones sintió Ayala la necesidad de manifestar lo que él pensaba y sentía de la Real Academia Española. Había sido para él un descubrimiento: el de “una institución ejemplar en la que conviven personas de las más variadas ideologías en un clima de respeto y de sencilla cordialidad que supera las naturales dimensiones”. Por eso la sentía como casa propia y la amaba tanto.
Francisco Ayala ha sido uno de los intelectuales que más ha hecho por la concordia de los pueblos que hablan español. Cuando me hice cargo de la dirección de la Academia, me dijo: “Esta Casa, Víctor, y este país no se han dado cuenta de la importancia que para la política española de verdad tienen la lengua y la relación con los países de Hispanoamérica”. Tuvo un ocaso de patriarca y se fueron apagando su mirada y su voz. En la Casa de Felipe IV ondea la bandera de España a media asta y está entornada la puerta principal en señal de duelo. Dentro hay silencio, pero todo está lleno de su recuerdo y su palabra.

Víctor García de la Concha, presidente de la Real Academia Española.


Defensa de la libertad y la democracia

Francisco Ayala vivió el siglo XX, en sus miserias, sus violencias y también por supuesto en sus ilusiones y grandezas. Y de todo ello dio cuenta en sus ensayos y novelas. Fue un hombre universal, desde muy joven se interesó por la filosofía, la literatura, la historia, la sociología y con su dominio de lenguas extranjeras trajo a España mediante traducciones y artículos la mejor literatura de su tiempo. Además de sus cuentos y novelas fue un magnífico traductor y a él se deben por lo menos tres excelentes versiones al español de obras maestras de Thomas Mann. Siempre defendió la libertad y la democracia y sólo deja a su muerte amigos y admiradores en todo el orbe de la lengua española. Lo vamos a extrañar.

Mario Vargas Llosa.


Desde el lupanar de rica miel
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